Decálogo de las perversiones I.
Cuento I.
Empezó a llover apenas unas
calles antes, esa lluvia delgada que destruye peinados pero te permite
desfrutar su caricia. Bajé las escaleras para entrar al subterráneo. Mi falda de
tan mojada ya pesaba, mis calcetas y los delgados zapatos que llevaba me
presentaron el frío. Miré el reloj, casi media noche, apreté mi paso intentando
no resbalarme. El andén vació, oscuro, apenas seis personas, quizá ocho esperábamos
el último tren hacia el sur. Él me miraba, sentí sus ojos en mis piernas
escurridas. Caminé hacia donde estaba con la mirada en el piso intentando no
ver sus ojos encendidos, aún no, todavía no. Jugué con mi falda mojada, la
pellizcaba, la intenté secar arrugándola, mostrándole un poco más de mis
muslos. Si en un arrojo hubiera dejado que me acariciare, de un recorrido me
hubiese secado las más escondidas humedades de mi cuerpo.
Pasé junto a él; saco gris,
bigote mal recortado, temblor en las manos, una fealdad infinita. Me puse por
delante, le di la espalda, quería solo sentir su mirada sin tener que
soportarle la cara. ¿Era tiempo? Acomodé mi cabello en la espalda, lo apreté
para que dejara caer el agua, lo exprimí. De mi bolsa estuve apunto de sacar el
peine y empezar, pero la luz del tren en el túnel me detuvo. Tendría que esperar
un poco, solo un poco más me dije.
Entramos al vagón, quizá
éramos diez o doce personas. Sabía que él me iba a seguir donde me sentara,
buscaría el mejor ángulo para mirarme. Me senté en un lugar individual
resignado para discapacitados. Se sentó frente a mí, no había nada que rompiera
el tendedero tenso entre su mirada y mi cuerpo. “Mírame, mírame…” me decía yo entre dientes mientras doblaba un
poco el pie para contener mis piernas que querían fingir un amanecer dentro de
mi falda. Ya era momento, ya era momento. Saqué de mi mochila rosa un peine; delgado, fino, con sus pequeños dientes como agujas. Me aseguré que siguiera viéndome,
así lo hacía, perdido en mis rodillas, en lo transparente de mi blusa que
dejaba ver lo que el frío había hinchado en mi cuerpo. Empecé ahí a cepillarme
el cabello, mientras él, como perro loco no sabía por donde comenzar a mirarme.
……………………………………………………………………………………………
Recuerdo el primer día tan
claramente. Yo llegué temprano, subí corriendo las escaleras y me encerré en mi
cuarto. Tiré mi mochila y cerré la puerta. Llegaba siempre a abrir las cortinas
de par en par, la luz se hacía un nido en mi cuarto. Él ya sabía la hora, nunca
tuve que esperarlo, siempre que abría las ventanas, ahí estaba, inmóvil,
mirando hacia mi cuarto, siempre sereno como un sol que nunca descansa, como si
ahí hubiese pasado las horas; intacto, inerte. Me solté el cabello que durante
todo el día había estado prisionero en una relamida y perfecta “cola de caballo”. Ya libre, el primer
placer, sumergí los dedos en ese mar negro y enredado, destensarlo todo, llegar
al fondo y rascar suavemente el cráneo, cada vez más fuerte, más, hasta crear
un maremoto, torbellinos y tornados de libertad en mi quebrada cabellera. Ahí
estaba, mirándome, estoico, calmado, un roble al bordo de un acantilado,
sintiendo a diario la muerte pero sabiendo que nunca podrá saltar. Como tantas
veces antes empecé por abajo, por bajarme de la pequeña montaña que da el
escueto tacón de los zapatos cuadrados que se utilizan en la secundaria. Crear
mis pantorrillas al desenfundarlas de las blancas calcetas tejidas. Ya descalza
le daba la espalda pero guardaba esa imagen en mis pupilas; él mirándome desde
su taller con lasciva serenidad entre caballetes, paletas y pinceles. Resbalé
mi falda cuadrada y mis muslos ya lloraban un incendio de pecados y malos
pensamientos. Me desgajaba la ropa con su mirada, mis manos le ayudaban, guiadas
por sus ojos y en sutil concupiscencia
me dejaban completamente desnuda. Lánguido aún mi cuerpo que no terminaba de
brotar se ponía solo el vestido tejido por los morbosos ojos de aquella estatua
delgada que solo se movía para fumar.
Acomodé la casa de muñecas
frente a la ventana. Altiva en mi desnudes fui a mi tocador y cogí mi peine
favorito; quince centímetros, dientes puntiagudos, muy juntos, pequeños como
espinas. Mis manos rodeaban todo el peine como si estuviesen escondiendo un
cuchillo. Lo acaricié mientras miraba de frente al pintor, posé sobre mi abdomen
el peine, con mis manos lo envolví como mi cuerpo podría envolver su carne, lo
acaricie de arriba hacia abajo una y otra vez; los dientes raspando mi palma,
cada vez más fuerte, arriba, abajo, apretando más duro, inventándome cabello en
mis muslos para acariciarlos con el peine, luego el cuello, el esternón, las
costillas, raspando mi piel con los erectos dientes de mi peine. Ya era hora,
ya era hora. Me senté sobre mi casa de muñecas. Él no se había movido ni un
centímetro, las manos siempre dentro de su overol como un grillete que él mismo
cerró para no caer en la locura, de vez en vez se deba la libertad de prender
un cigarro, era el único movimiento que hacía; lo único que me recordaba que
aquello era una persona y no una estatua o una pintura.
Completamente desnuda frente
a la ventana rodeada por tabiques de edificios vecinos solo encontraba el mundo
en aquella otra ventada que daba al taller de un pintor que nunca pintaba. Sentada en una casa de muñecas con las piernas lo más abiertas que podía, clavaba
el peine a la mitad de la cabeza y la partía en una línea. Cien cepilladas del
lado derecho, cien del lado izquierdo, doscientos orgasmos al sentir la dicha
de encontrar siempre camino para parir peines por entre mis cabellos. A veces
enredados, teniendo que romper en un tirón o dos el nudo, la brutalidad, la
fuerza queriendo arrancar un mechón. Que placer tan divino cuando te ataca la
furia, cuando sientes que te partes, que te rompes, que se van tus entrañas en
el peine; y él me miraba, me penetraba con sus dos ojos por cualquier cavidad
de mi cuerpo. Una mirada cabe hasta en el lagrimal. Mi alma se desbordaba en agua,
segregaba el placer por mis ojos, nariz, boca y sexo, todos soltando un caudal
al mismo tiempo. Llena de tanto placer, de tantas miradas que, como si yo fuera
de agua, me hacían vaciarme frente a mi ventana. ¿Qué tan virgen puede ser
alguien que se deja penetrar en cada poro de su piel por aquella incisiva
mirada?
Al final mi desnudes,
liquida y exhausta, cerraba las cortinas. Ya con el cuarto oscuro y muerto, ponía
de nuevo la ropa en mi cuerpo, de nuevo la liga y la cola de caballo pisaban mi
cabello. La humedad permanecía en mi hasta el día siguiente cuando regresara de
la escuela para abrir el mundo de mi ventana.
……………………………………………………………………………………………
Cien cepilladas del lado
izquierdo y cien del lado derecho, justo antes de llegar a la estación del sur.
El feo que se había sentado frente a mí, no disimulaba en nada su fealdad ni
con la tremenda excitación que le provocó mirarme mientras me cepillaba mi
cabello. Apenas le dejé mirarme los muslos, solo subí un poco la falda y mis
piernas solo se entre abrieron, fueron solo dos botones que desabroché de mi
blusa, pero su mirada de gula desenfrenada logró excitarme lo suficiente como
para dejar un charco en el asiento del tren.
Mi sudor y mis secreciones
se confundieron con los estragos de la lluvia. Al llegar a la estación del
sur bajé completamente empapada, en ropa
y en pensamiento. Guardé mi peine en la mochila, me levanté contenta de no
tener que ver más aquella horrenda cara que me había robado como estimulante
para saciar mi infierno. El infierno que años atrás desató aquel pintor que
nunca pintaba.
…………………………………………………………………………………………...
Llegué temprano durante los
tres años del colegio. Él fue testigo diario de mi crecimiento, del estallido
de mi cuerpo, de cómo dejé la languidez y la palidez para llenarme de lunas
suaves y redondas.
Nunca me había sentido tan sola como aquella tarde cuando al abrir mi ventana... él no estaba. No había nada más que ladrillo sobre ladrillo y ahí, en aquel rectángulo por donde veía al hombre capaz de hacerme el amor con la mirada durante esos 1095 días de mi vida, yacían ahora unas cortinas negras, gruesas; cárcel del placer, oscuridad de mi mundo. Nunca más su mirada, nunca más.
Martín Licona.
Woow que buen cuento!!!!! Me encanta como escribes, como eres, como piensassssss!!!! me encantaaas, muchhooo muchoooooo! <3 <3
ResponderEliminarGracias, aunque no sepa quien eres!! O.o Pero gracias por leernos. Saludos!!! :D
Eliminar¡Meu Deus! He estado sujeta a este escrito, por días y días. Mil gracias por deleitar a mis sentidos de esta manera tan sublime.
ResponderEliminarMil gracias a usted por embellecer mis letras con su mirada...
Eliminar