Decálogo de las perversiones V.
Cuento V.
Llevas la maleta en la mano, es roja,
pesada. Tus pasos son calmados, tranquilos, un pie siempre detrás del otro,
nunca un aspaviento. Traes puesto un vestido negro, te llega a las rodillas y
deja al descubierto tus hombros. Eres morena, delgada, pequeña. Pareciera que
cabes perfectamente en esa maleta que cargas. Caminas por el pasillo de la
estación, delante de ti va una señora, vestida de negro, un rosario en la mano.
Pasa a tu lado un hombre apurado; gabardina verde, botas de jardinero. No
detienes tu camino. A todos les parece importar que el último tren los deje, a
ti no. Llegas al andén, pones la maleta en el piso, pero no la sueltas, doblas
un poco las rodillas para sujetarla, no te perdonarías un robo.
Llega el tren que te lleva a casa. Lo
abordas, aprovechas el espacio libre y las pocas personas que a esta hora toman
el último tren que lleva al sur, pones la maleta en un asiento junto al tuyo.
Él tipo de la gabardina verde intenta sentarse a tu lado, te mira, espera que
quites la maleta, no lo haces. Apenas lo miras, lee el desprecio en tus ojos,
hace una mueca, se va. Acaricias el borde de metal en aquella prisión roja,
juegas con los botones que la abren, muerdes tus labios. Afuera las luces de
una ciudad que duerme, tu reflejo en la ventana centrifugado se come los
faroles y las montañas nevadas que cercan la vista. No hay luna, solo nubes
grises y densas, olor a lluvia recién podada, frío de invierno.
Arriba el tren a la estación del sur, se abren las puertas. Estás ansiosa, llevas tus manos a la boca y escupes aire para intentar calentarte, un ventarrón te golpea al salir del tren, abrazas la maleta, ella te da calor, te transmite confianza y a la vez te sientes más segura de llevarla pegada al cuerpo. Caminas por los pasillos solitarios de la estación, tus tacones retumban, llenan ese túnel de elegantes repeticiones. Subes las escaleras, ya afuera buscas una migaja de luna, nada. Caminas tres calles más, doblas a la izquierda, después a la derecha, podrías seguir de frente y doblar a la izquierda más adelante, pero es un camino más peligroso, algunos borrachos curiosos que se reúnen en esa esquina podrían sentir curiosidad de saber que llevas dentro de esa prisión roja. Por ello te vas a la derecha, luego cinco calles más a la izquierda, otras dos calles y de nuevo a la izquierda, de ahí caminas todo derecho hasta llegar a tu casa. Tres pisos, fachada de piedra, marcos naranjas, reja blanca. Abres la puerta y entras. Sudas, tienes frío, ahora dejas libre la maleta que ya hizo surcos en tus dedos. Prendes la chimenea, sacas de la pequeña cava una botella de vino tinto, te bajas de los tacones que te hacen parecer un poco más alta. Prendes el estéreo, pones música de Puccini. Vas por ella, la colocas en el centro de la sala, la chimenea la alumbra. Pones también un banco de madera.
Una copa de vino más, te recuestas
a mirar las figuras que se forman dentro del fuego que arde en la chimenea; un
elefante, un fantasma, el diablo, una paloma… la miras, le acaricias de nuevo
sus bordes de metal. Abres los botones, la desdoblas, casi se ilumina un mundo
al partirla en dos como a una naranja, dentro de ella hay una tela suave y roja
que cubre el contenido. Forros de terciopelo, bordes acolchonados, aquello que
está dentro de esa maleta está mucho más seguro que tú que estás afuera. Tomas
una cruz de palo, desdoblas los hilos con tu mano de cisne; lánguida y oscura
como esta noche de llovizna. Se levanta la cabeza de un caído, de alguien que
se durmió en la muerte de lo inerte y ahora despierta con tus manos como dioses
creando al mundo. Levanta primero la cabeza, la sacude un poco como si se
estirara al despertarse tras un profundo sueño. Incorpora la mirada al
horizonte, voltea al lado derecho, luego al izquierdo, reconoce el lugar, sabe
dónde está. Se levanta hasta ponerse de rodillas, sus manos aun sueltas
solamente cuelga, parecen muertas. Tomas con tu otra mano una segunda cruceta,
más pequeña. Ahora él mueve la mano izquierda, la siente, la observa y la
dirige casi hasta tocar su nariz. Se levanta completamente. Es un pequeño
hombre de madera, vestido como mimo, con un mameluco blanco, solo dos botones
negros, enormes. Usa guantes y zapatos también blancos. Una boina negra. Lleva
la cara pintada en máscara blanca, ojos y cejas delineados en negro, mirada
triste, cansada, sonrisa caída. Tiene tres hilos sujetando su cabeza, dos más
prendidos de su espalda, uno que va a la mano derecha, uno más que sujeta la
rodilla del mismo lado, todos ellos llegan a la cruceta de madera, tiene doble
travesaño y ahí tu mano hace la magia. La cruceta pequeña sostiene con tres
hilos la otra mano. Haces que camine, le das vida a aquella maquinaria de madera
y trapo, lo llevas hasta la chimenea, ahí él mira el fuego, acerca su mano como
para calentarse, te mira, lo miras, le sonríes. Lo alejas del fuego, camina en círculos
por el centro de la sala, dirige la música como director de orquesta, acaricia
tu pantorrilla, sube un poco tu falda, se asoma debajo de ella, se hinca, uno a
uno te va besando todos los dedos de los pies. Tú lo alcanzas en el suelo,
pones disponible tu mejilla para que te acaricie, te muerdes los labios y él
con sus dedos los camina. Chupas su dedo índice, lo raspas con los dientes y
sientes como se queda el esmalte en tu boca. Te mira, lo miras.
Tú aprietas la cruceta, mueves los hilos,
toda la responsabilidad cae sobre ti, tienes a merced a ese hombre pequeño de
madera, quisieras tener más hilos, más amarres, todo él depende de ti, tú dices
a donde va, con qué tiempo, puedes decidir soltarlo y acabar en un segundo su
vida. Tú controlas. Él te mira, tiene plena confianza en ti, se abandona
despreocupado al erotismo, pareciera que abre la boca y dice: “Amárrame, trae
más cuerdas a mi cuerpo, llena de nudos mi espalda”. Te hincas, lo tomas y
cargas como si fuera un bebé, lo recuestas boca abajo, empiezas a sudar, pasas
tu cara por todo su cuerpo tirado, muerdes las cuerdas que lo amarran, las
tensas en tus manos hasta casi cortarte. Sacas de la maleta unas tijeras
delgadas, largas, filosas, también sacas tres cuerdas de algodón trenzado. Tomas
la marioneta y sobre los hilos empiezas los amarres nuevos, primero las manos
que las llevas hasta atrás, una cuerda más que enreda su pecho, llega a la
espalda, y sube para encontrarse con una tercera cuerda que viene de amarrar
los pies hacia atrás. Arriba las dos últimas cuerdas forman un triángulo
suspendido en su espalda, lo levantas, lo elevas como si fuese un pájaro que no
necesita alas para volar. Las cuerdas que pertenecen a su cuerpo están sueltas,
caídas, tomas un puñado de ellas y las metes a tu boca, hasta tocar tus encías,
luego jalas hacia abajo las cuerdas, sientes esa presión en tu boca, sientes
como poco a poco te cortan, jalas más, se escurre una lágrima por tu mejilla,
sigues, cada vez más fuerte, sigues jalando las cuerdas hasta que cortan tus encías.
La boca te sangra y el rímel de tus ojos forma ríos negros sobre tu cara,
lágrimas de placer, humedad de humedades, no buscas una secreción más de tu
cuerpo, el placer se desborda por los ojos, inexplicables diamantes que caminan
al río de tu boca.
Pasa entonces que dejas caer la
marioneta. Tu cuerpo está erizado y la chimenea lo ilumina cuando poco a
poco te quitas el vestido. Estás desnuda, frotas tus codos por el frío, a tus
pies sigue el hombrecillo de madera amarrado. Quieres sentir las cuerdas,
quieres nudos en tus muñecas, saboreas el corte de circulación en tus muslos,
en tus pies, el rozar de una cuerda cortando tu pelvis, sobre tus hombros y
costillas. Con las tijeras cortas los amarres de más que le hiciste a la marioneta,
caen las cuerdas como cabellos de una muñeca que se queda calva, como gusanos
que muerden la muerte se depositan sobre su espalda. Solo quedan los hilos que
siempre lo han vestido. Tú tomas de nuevo las crucetas para darle vida. Haces que
te mire, complacida, dichosa, excitada. No comprendes su mirada, él observa los
hilos, se ha dado cuenta de la necesidad que tiene de ti, se da cuenta del
poder que tienes sobre él. Mira su mano derecha, ahora es su mano la que mueve la cruceta,
se reconoce, se siente. Toma con su otra mano los hilos, explora el mecanismo
que lo hace moverse, tus manos sin fuerza ni voluntad solo detienen las cruces
de madera, es él ahora quien guía tus movimientos. Observa todos los hilos que
lo detienen, sujeta el que mueve su pie, lo examina, lo mueve. Se entristece,
se nubla, un vil juguete de tus deseos, no hay voluntad propia para alguien de
madera. Tú descargando tus profundas humedades y él inconsciente dejándose llevar por tu mano, hasta donde tus
antojos lo deseen….
…Tú tomas los hilos ahora, uno a uno los
rompes, primero el que tiene un nudo en tu rodilla, ella te ofrece remendarlos,
no aceptas, se acabó, liberas tus manos. Para la libertad se hizo el mundo,
piensas que no tiene sentido vivir amarrado a los deseos de alguien más, aunque
seas una marioneta. Ella solo contempla como una estatua, fría y desnuda. No te
mira con asombro, sí con tristeza. Cada hilo que cortas deja caer sobre ti una
loza, apaga una sección de tu cuerpo que ya no puedes mover. Has cortado el
hilo que sostiene tu cabeza, así que ahora solo miras el suelo; cabeza gacha, aserrín
que cae al suelo y moja tus zapatos. Tu cuerpo de trapo ahora parece una madeja
de ropa sucia. Ya sin forma tiras del último hilo, cae tu mano despacio; sincera, honrada. Ella te mira, no puede contener el llanto, sostiene tu cadáver,
nunca entenderías la manera en la que te quería. No eras una simple marioneta,
para ella eras su hombre de madera…
… ha caído, como todo en tu vida te ha
dejado. Lo levantas, inerte, inexpresivo, ahora es solo trapo y madera. De tus
brazos cae su cabeza, el mimo ha muerto, ya no quiso seguir a tu lado. ¿Cuánta
muerte más guardas bajo tu lengua? Todo lo que amas se va, se escapa, termina
inerte, pútrido, libre. La única prisionera aquí eres tú, lo sabes, y te cala
hondo saberlo. Todos al final te dejan, se van, la única que se queda amarrada
eres tú. Metes el cadáver de la marioneta en la maleta roja, la cierras para nunca
más abrirla, te despides de él con un beso en sus labios pintados. Un amarre
perfecto, eso es lo que te hace falta, un último y definitivo amarre. Tomas las
cuerdas sin alma, las abrochas a tu cuerpo, haces nudos, sin sentido, en
rodillas, codos, muslos, sexo. Quieres sentir la tensión en cada rincón de tu
cuerpo. Haces el amarre prohibido: un nudo corredizo en el cuello. Subes al
banco, pasas la cuerda por el gancho sujeto al techo, aquel donde tú y Joaquín
jugaban a colgarse. Se estira tu cuello, te falta la respiración, se te hinchan
las venas del pecho hasta el mentón, tensión en todo tu cuerpo, no tienes nada que perder, es
solo un paso más para bajarte del banco, un paso más y la sangre te golpeará el
cráneo, volteas la vista a aquella maleta roja que nunca abrirás. Das tú último
paso, igual de calmado y tranquilo que todos los demás.
Martín Licona.
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