En un rincón de mi alma // Reflexión de fin de año.
Por: Martín Licona.
Siempre hemos creído que el tiempo es cíclico, que en la curva del final encontramos de nuevo un principio, recomenzamos para volver a terminar. Vemos siempre adelante, vislumbramos un futuro que vestido de promesas nos parece más digerible. Caminamos siempre al pendiente de nuestros pasos, vamos por los caminos que nos marcan, por senderos ya gastados e intentamos no detenernos jamás. Caminar, solo caminar.
En este año he descubierto
algo fundamental: Lo importante no es caminar, sino el camino que vas dejando
al andar. El futuro es un conglomerado de ansiedad por definirse, pero hay un
futuro más allá del futuro que vemos. Si lanzamos los ojos más allá de lo que
nos deja ver el horizonte podremos descubrir que es ahí donde están las metas,
esas metas que nuestros pasos no alcanzarán pero que servirán para que otros continúen andando, y esos
nuevos pasos a su ves sirvan para que unos más sigan el viaje y de tantos pasos
se nos olvide de quién son los zapatos y podamos centrarnos en el camino que
juntos construimos.
Fue un año terrible, puedo
pensar, quizá lo fue. Pero en el entendido del holocausto que significó este
ciclo puedo entre ver un aprendizaje de mayúsculas proporciones que me gustaría
compartir (siendo lo suficientemente ególatra
como para pensar que a alguien le pueda servir de algo).
El año pasado terminó como
han terminado los últimos años de mi vida: extrañando a alguien. Ya de ahí
sabes que la cosa viene mal parida. Comencé este año corriendo, corrí tan
rápido que no supe lo que estaba haciendo ni hacía donde iba, solo sé que
quería escapar de algo, como en tantos de mis sueños en los que me veo
perseguido por un enorme perro o por un monstruo de colmillos afilados y baba
colgando. Consagré mi alma a HADES y me
perdí en la vacuidad de los excesos. Indudablemente caí, y caí más rápido de lo
que pensé. Derrochando mis sentimientos, mis deseos, mis caricias, mis anhelos,
perdiéndome entre alcoholes y cigarros, comida barata y sueños de enfermo, no
puse resistencia ante la vida y caí. Enfermé y vinieron a mi mente dos máximas
en mi vida de las cuales no era consiente: “Voy
a morirme” y “Tengo miedo”. Nunca
reparamos en ellas, es cierto, no por estar enfermo sino porque estoy vivo; voy
a morirme. Todos vamos a morir y pocas veces somos consientes de ello, nos
pasamos la vida a oscuras sin saber que cada día puede ser el último, que en
algún momento nuestros pasos se detendrán y de tanto caminar no disfrutamos el
camino. Es hasta que te dicen que estás enfermo y que no vas a curarte cuando
cae en ti la loza de la muerte, cuando eres realmente consiente que no serás
eterno y que este viaje algún día terminará. Insisto en que todos deberíamos
darnos cuenta que estamos enfermos, enfermos de algo que se llama vida y que
indudablemente algún día nos habremos de curar. Mientras tanto es posible que
nuestros ojos se abran y podamos al fin disfrutar de nuestros pasos en la
tierra.
Esa fue la primera y creo
que la mayor enseñanza en este año: Me voy a morir. La segunda fue no menos
importante: Tengo miedo. Sentí miedo, un miedo que nunca había sentido, un
miedo que no me dejó pensar, que no me dio tiempo de razonar lo que estaba
pasando, que no dio tiempo para lamentaciones y lo único que me dejó hacer es
correr. Corrí de nuevo, pero ahora en dirección contraria, abandoné el Hades y corrí ahora sí con un rumbo
fijo, con una meta trazada y esa meta no era otra más que lograr tener una
mejor condición de vida, revertir lo que había quebrado, sabiendo que nunca
quedará igual, que las fracturas estarán ahí para siempre. Pero también sabiendo
que puedo estar bien, recuperar la tranquilidad y llevar una vida como la de
cualquier otra persona. Siempre he tenido miedo y nunca me había dado cuenta de
ello, me da miedo el abandono, me da miedo la soledad, me da miedo el fracaso y
sobre todo me doy miedo yo mismo.
Este año en particular el
ambiente olía a campo santo, tantos se fueron, tantos enfermaron, tantos y tan
queridos todos. Vi que la gente sufría por sus ausencias. Sufrimiento deberíamos
llamar a este año. Descubrí que las hojas de mi árbol también se van a caer,
inevitablemente caerán porque muchas de ellas ya son de otoño, por ello debemos
disfrutarlas, aprender de ellas, darle dignidad a los pasos que aún les queden,
acompañar su andar hasta que se desprendan del árbol y vuelvan a la tierra
donde desde raíz empezaran de nuevo su viaje. No quisiera que fuese así,
quisiera que el árbol reverdeciera y ver a todos mis seres queridos ser los
mismos que eran cuando yo jugaba, no es posible, sé que no es posible.
Vi dos muertes este año que
me hicieron reflexionar y que seguro son lecciones que aún estoy descifrando.
Al regresar a casa, hace ya algunos meses, vi un pequeño perro orillado en una
banqueta, temblaba. Me acerqué para ver lo que le sucedía. Era un saco de
huesos con la boca más seca que he visto, con la mirada perdida. Lo miré un
momento y lloré, pensé en llevármelo, pensé en darle algo de comer, en darle
agua pero su destino estaba ya marcado. Detuvo su precaria respiración. Es increíble
como los ojos pierden la vida, supe por sus ojos que murió, sus ojos dejaron de
servir y se reflejó en ellos un negro profundo cuando el alma abandonó el
cuerpo. Lloré, lloré mucho y solo le conté eso a una persona. Ella dijo que así
tenía que ser, que ese ser tenía que morir justo enfrente de mí para no morir
solo, sin que nadie notara ni sufriera la perdida. Esa muerte me enseñó que
cuando uno se queda parado, cuando uno se estaciona tiene el peligro de morir. No
podemos permitirnos tal pasividad, tengo y he tenido perros callejeros, han
podido sobrevivir porque han sabido moverse por las calles, porque no se han
quedado quietos, porque han buscado comida, porque su búsqueda, su constante
movimiento los ha llevado a encontrar su lugar en el mundo, porque todos
tenemos un lugar. Mis perros han llegado a su hogar después de andar vagando
solitarios en la calle. Creo que todos debemos buscar nuestro hogar, nuestro
lugar en el mundo, andamos en las crudas calles de esta vida donde a nadie le
importa nadie, andamos solos, hambrientos, perdidos la mayor parte de nuestras
vidas y solo encontraremos descanso cuando lleguemos al que verdaderamente es
nuestro hogar, a ese momento en el que sabes que estás en el lugar indicado,
haciendo lo indicado y siendo la persona indicada para ello, más allá de estar
solo o acompañado, más allá de un lugar físico, de la familia, de los amigos;
es ese lugar donde por fin, después de tanta obscuridad, te sientes pleno y
libre. No sé si sea una utopía encontrar ese lugar que más bien es un momento,
pero estoy seguro que todos tenemos un “hogar”
a donde llegar, pero si no lo buscamos, si nos quedamos en las inclemencias y
en la crueldad de las “calles” no
podremos nunca llegar, seguramente moriremos de “hambre” como aquel perro que llamé “estrellita”.
La segunda muerte también
fue de un perro. Murió mi amigo, “Manchas”
y su muerte además de ser una espina diaria, fue también una gran lección.
Murió atropellado. Lo cual me enseña que es importante moverse pero igual de
importante es hacerlo de manera prudente porque en esta vida neurótica lo que
menos importa es, precisamente, la vida. Porque alguien es capaz de no detener
su auto para dejar pasar un perro y matarlo con tal de no llegar tarde, porque
en este mundo puedes ir atropellando perros y principios y sueños y lo que se
te cruce por enfrente, sin saber, sin preocuparte siquiera del dolor que aquello
puede causar, nadie sabía lo que mi amigo, manchas, significaba para mi
familia, nadie sabe de las lágrimas que soltamos, de lo triste que luce la
sala, el patio, las escaleras sin él. Nadie sabe y a nadie le importa, mucho
menos a aquel tipo que no detuvo el automóvil. ¿Quién detiene su automóvil?
¿Quién realmente es capaz de detener sus pasos para que alguien más pase, para
ayudar a quien necesita un espacio en nuestras vidas, para quien nos pide solo
un segundo en nuestro tiempo para él poder continuar su camino? Casi nadie. Nos
enseñaron a correr, a llegar a nuestras metas, nuestros objetivos siempre son
individuales y nos han enseñado muy bien que tenemos que pasar contra todo y
pese a todo para obtener nuestro objetivo. Nos han dicho siempre que tenemos
que luchar contra todo lo que se nos ponga enfrente ¿y si no es cierto? ¿si en vez
de eso pudiéramos ser capaces de detenernos un instante, de valorar por sobre
todas las cosas la vida? Hay que caminar con prudencia y saber cuando es
necesario detenernos, cuando correr y sobre todo nunca olvidar hacia donde
queremos ir.
Así se fue un año de grandes
lecciones, insisto que hay mejores y más amables maneras de aprender. Fue un año
de amores fugaces que durarán para toda la vida, fue un año en que supe que
podía volar, en el que me revaloricé, en el que perdí a quien no quería perder (pero eso es también parte de la vida: dejar
ir, dejar que fluyan los rostros y que se detengan en nuestro tejado solo los
que así lo quieran y por el tiempo que decidan quedarse, no más) también fue
un año de llegadas inesperadas y hermosas, de sueños rotos, de utopías
renovadas, un tiempo de muchas ausencias, de muchos abandonos, de muchas
lágrimas, de pocas risas (pocas pero muy
buenas), un año de pasiones secretas, de historias maravillosas que no puedo
contar, de mujeres aladas, de bromas crueles del destino, de dolores hondos. Fue
un año en el que aprendí a disfrutar más a mis eternos amigos, a disfrutar más
a mi familia (a mi manera los disfruto, créanlo),
a disfrutar de cosas simples, aprendí a hacer lo que quiera hacer, a decir lo
que quiero decir y llegar a la hora que tenga que llegar; no tarde, no temprano,
cuando tenga que llegar, aprendí a disfrutar mi muerte diaria, a valorar mi vida
que se apaga (como se apaga la de todos),
a valorar lo que importa, a reafirmar mis creencias, a llorar por amor y por
desamor, a reír de malos chistes, a no ser tan mamón, aprendí a bailar y a
cantar (aunque muy mal las dos), a
soñar despierto, a escribir un diario (no
de campo). Aprendí que estoy vivo y que más allá de todas las dificultades,
enfermedades, miedos, inseguridades, maldiciones y demás cosas que tengo; estoy
vivo, caminando por el camino que quiero caminar, con mi mirada a veces cansada
de ver este mundo que no cambia, con una maleta repleta de cosas que tengo que
tirar poco a poco, con etiquetas que me han puesto, y peor aún, que me he
creído. Con todo eso y más, soy un hombre inmensamente infeliz, que hueva y que
mentira decir que soy feliz y pleno, no lo soy. Soy un hombre infeliz pero
satisfecho, satisfecho de serlo porque aún tengo muchas promesas que cumplir,
porque aún tengo sueños que alcanzar, porque aún tengo utopías que caminar y
sobre todo: aún tengo mucha tinta en el tintero, y hasta que no se acabe esa
tinta, hasta que ya no haya nada más que escribir, hasta ese día seré feliz y
estaré satisfecho, hasta ese día podré irme y descansar en paz, mientras, aquí
andaré, contra todo y pese a todo seguiré caminando por el sendero que he
escogido, mirando más allá del horizonte, con mis botas sucias, con mis
berrinches de siempre, con mi pasión desbordada, con el corazón gigante y mal
trecho, tomando en mis manos las armas que me ha dado la vida: mi cuaderno y mi
pluma.
Atte:
Martín -“El Don Juan de la Vallul”, “El niño
malcriado”, “El idealista”, “El loco”, “El enfermo”, “El infeliz”, “El amigo”, “El
hermano”, “El hijo”, “El solitario”, “El popular”, “El ya no tan gordo”, “El
ateo”, “El depresivo”, etc- Licona.
PD.
Escribiré
cartas personales a las personas a las que les tengo que agradecer algo y no lo
he hecho, quiero sentirme liberado y empezar a viajar más ligero, sin tanto
equipaje, ni tantas palabras que no dije. Espero lo tomen a bien y no se
espanten si reciben noticias mías. Ja.
Comentarios
Publicar un comentario