El diario de Asterión. Un minotauro en su laberinto. Día 4.
El diario de Asterión
Un minotauro en su
laberinto.
Día 4.
Por: Martín Licona.
Me dejaron aquí, aquí no
puedo contar las veces que sale el sol. Me trajeron arrastrando a este lugar
que no es mi casa de tantas lunas. No podré ver a mi amigo el ángel amarillo, mi
canario debe estar buscándome. No sé si han pasado días u horas. Cuando la
rebelión llegó hasta esta prisión, alguien entró a mi celda y a patadas me sacó
de ahí. Apenas tuve tiempo de arrugar las hojas y el carboncillo, los apreté
con mis puños cerrados para que no me las quitaran. Me arrastraron por un
pasillo que olía a sangre, me aventaron por unas escaleras para no tener que
cargarme al bajarlas. Iban dos hombres; altos como torres, cabeza rapada, torso
desnudo y musculoso. No eran Hermes, ni ningunos de los simios militares que
conocía. Nunca solté estas hojas, nunca solté el carboncillo, mis manos se
cerraron como la mandíbula de un lobo que muerde su última esperanza. Me encerraron
aquí, en este lugar donde mi esqueleto adelantado apenas puede estar. Por la
puerta no cabe un hombre parado, tuvieron que empujarme a gatas para que
entrara. No hay ni una ventana, ni un hueco en la pared. Mi antigua celda tenía
muros altos, los techos hacían una bóveda, y aunque pequeña, había en lo más
alto una ventana por donde se asomaba el sol, la luna o el canario. La puerta
de Cancerbero era enorme; de hierro pesado y fúnebre. No hay oscuridad más
profunda que esta, no hay silencio más atroz. Apenas puedo moverme en este
cuarto, esto no es más grande que tres hombres a gatas. Por una línea debajo de
la puerta entra un poco de luz que viene de una antorcha colgada justo afuera,
por ahí es donde me acerco a respirar, pego mi nariz al suelo y trato de sentir
un poco la vida porque dentro no encuentro nada. Ahí es donde ahora escribo,
gracias al reflejo de la luz puedo ver mis letras.
Tu madre sudaba frío y me
apretaba la mano mientras trataba de expulsarte de su vientre. Apretaba las mandíbulas
y yo pensaba que rompería sus dientes. La partera te recibió y un tremendo
alivio invadió la cara de Ariadna. Aun sin separarte por completo de ella; unido
apenas por un hilo de plata, decidiste gritar con la fuerza de los relámpagos que
parten el cielo. Nunca había escuchado un grito así, fue un volcán que hizo
erupción. Tu llanto llenó el hueco que había en la vida de Ariadna y la mía,
saberte bien y fuerte nos regresó la luz. La vida te recibió con el calor del
verano y tú le gritaste en la cara.
¡Corre! – le grité a tu
madre el día que los dioses nos atacaron en la provincia donde el cielo baja de
los tejados. Ella se escondió en un hueco donde depositan los desperdicios. Afortunadamente nadie la
encontró hasta el día siguiente, cuando Áyax; quien buscaba cadáveres y gente
herida, la encontró desmayada en el depósito de desperdicios. Al día siguiente
supimos que estaba embarazada. Tuvimos que regresar de nuevo a las montañas
para reorganizarnos, habían logrado sacarnos de las cuatro provincias que
tomamos. Muchos murieron en ese primer enfrentamiento directo con los dioses. Estábamos
heridos y mermados, pero el mundo ya sabía de nosotros, ya se escuchaba nuestra
lucha, ya retumbaba en el Olimpo la palabra: revolución.
Me rompieron los dedos de
los pies con una pinza. Hermes vino tiempo después de que me encerraran en esta
nueva celda. No me dijo nada, solo metió a mi boca una hierba de sabor muy
ácido, poco después unos simios militares me arrastraron, metieron sus manos y
yo me escondí pegándome a la pared como un roedor evitando ser sacado de su
madriguera. Me tomaron de los pies y los sacaron, medio cuerpo mío quedó
adentro de este agujero en donde me han encerrado. Sujetaron mis piernas que
colgaban afuera y me quebraron los huesos de los dedos de los pies. No entenderé
porque lo hicieron. Gracias a la planta que me dio Hermes el dolor se hace
soportable. No es la primera vez que me hace tragar plantas para que el dolor
no me mate.
Así deberíamos gritar todos,
cómo tú cuando naciste; con esa furia, con esa verdad. Deberíamos todos
entender la importancia de gritar, de rebelarse. Tú naciste gritando y desde
ese momento te encantó hacerlo. Gritabas al verme llegar, gritabas cuando algo
te dolía, cuando tenías hambre, cuando hacía frío. Todos debemos aprender a
gritar porque en los gritos arrojamos el alma a luchar. Tanto miedo le tenemos
a la furia que nos tragamos tantas verdades solo por no gritarlas, porque gritar
es exponerte, es decir: ¡aquí estoy, escúchenme!. Que bella lección me
regalaste cuando tu piel aún era morada y abrías los ojos por primera vez al
mundo. Que pena que hayas visto esta basura de mundo.
Al refugiarnos de nuevo en
la sierra nos encontramos con Aquiles, habían logrado matar a más de la mitad
de sus hombres. Ahí tu madre entendió que este juego de escondidillas se jugaba
enserio y que si nos encontraban, nos mataban. Me pidió que nos rindiéramos,
pensaba que era momento de abandonar la lucha. Le dije que no, que tras esta
derrota la victoria estaba cada vez más cerca.
No pensé nunca extrañar mi antigua
celda pero este nuevo espacio es el hades mismo. Extraño el canto del canario,
la luna, la cuenta de los días. La antigua celda era del tamaño del mundo;
mejor dicho, era mi mundo. Lo único que me consuela es que vive el que me
matará, no me duele entonces este encierro porque sé que al final moriré con la
espada de bronce atravesando mi garganta. Solo me queda esperar a mi redentor y
que la dicha me alcancé para seguir escribiéndote.
Encantador!!! !escribes increeeible!
ResponderEliminar