Instrucciones para pintar la luna
Instrucciones para pintar la luna
Por Martín Licona
En el manto negro de una noche
callada, a veces falta un faro que deje sobre la tierra un rocío de agualuz enamorada. Hay caminatas con
cigarro en mano, que no serían las mismas si sobre nuestros sombreros no hubiera
más que un desierto negro. Los enamorados en el puente que cruza el río, no
encontrarían en su mirada el resplandor creciente de un deseo permitido;
belleza del cielo que da permiso para construir un instante perfecto.
No hay globo más querido e
inalcanzable que la luna. Todos sentimos, en algún momento, un hilo apretado en
nuestra mano, y sujetándola por el otro extremo, una pasarela ligera de viento
y baile. Mas hay días en que las sombras cubren el botón platinado de un sueño
profundo, hay momentos en el ciclo de la ensangrentada rosa, en que se nos
oculta el goce y la noche nos parece un huérfano retrato de añoranzas perdidas.
Los enfermos de melancolía
sufren esta ausencia que anuncia su desvanecida huida adelgazando su sonrisa. Nada
les conforma si han de pasear al llanto por calles oscuras, si no encuentran un
reflejo en el agua donde sus botas beben. Nada pueden querer, los enfermos de
melancolía, o de vida, sin la ilusión de que un buen día puedan brincar tan
alto que el horizonte se volteé de cabeza para alunizar en el queso cacarizo de
aquella esperanza.
Por eso aquellos que no
soportamos la vivencia estéril de los días normales, debemos aprender a pintar
la luna para aquellas ocasiones en las que guarda su belleza tras los parpados
del mundo. No existen colores para ello, la luna se pinta con recuerdos,
evocando aquel instante de sangre y fuego en el que no podías perder nada más,
aquel atrincheramiento en la banqueta con los codos en las rodillas y las manos
en la mejillas, como defendiéndote del mundo, con los ojos escapados hacia la
luna. Aquel otro instante en que el frío se sentía en el correr desnudo de dos
cuerpos que agitados buscaban recuperar sus formas tras tantas proximidades y
aquel suspiro que como un pitar del alma nos recuerda que vivimos, mientras por
la falda de una ventana vemos al cielo oscuro y a ese punto lejano que nos hace
sentir de nuevo humanos y pequeños ante el universo. Aquel concierto de
guitarras y bohemia, en el que tras el fondo de una botella encontraste un
canoso sol de medianoche y en el cual todos se bañaban de risas, anécdotas,
amores y canciones.
Pintar la luna, ese es el
oficio del poeta, como quien dibuja un unicornio para montarlo. Un poeta debe
utilizar su arte para ponerle lunas a las noches de los enfermos de melancolía,
de amor o de tristeza, como si con sus palabras un abrazo naciera para quienes
la soledad les hace llegar el frío. Como si con sus letras pudieran bailar los
enamorados, como si de palabras estuvieran hechos los suspiros del adiós y el
hasta luego. Un poeta debe ser un comensal entre ciegos y siempre debe servir
como postre, un par de lunas bajo la mesa. Un poeta debe atar a la mano del
desesperado el hilo que sostiene al globo de los que soñamos. Sólo un poeta puede
pintar la luna y lo hará con lo único que tiene: su poesía.
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