Correspondencias Muertas // Carta de José Revueltas a Octavio Paz
Correspondencias Muertas.
Carta de José Revueltas
a Octavio Paz.
Desde la cárcel de Lecumberri
Muy bien habría logrado reunir
aquí Martín Dozal sus dos, sus tres docenas de libros, su Baudelaire, su Juan
Ramón Jiménez, su Miguel Hernández, su Pablo Neruda, su Octavio Paz. 2, 3
docenas de libros; ah, qué bello es decirlo aquí, los 20, los 30 libros, qué
amoroso resulta, qué callada y paciente aventura esconde. Han venido uno a uno
hasta llegar a sus manos- y ahora a las mías-, y aquí están para esa visita
antigua, renovada, que se convino con nuestras gentes, de sus manos a las
nuestras, de nuestros ojos a los suyos, ¿cómo decirlo?, años no, sueños atrás,
desde entonces, desde aquel entonces -éste de hoy mismo, éste de no importa qué
día de visita-, tan lleno de la confiada seguridad moral, del sosiego cálido y
humilde con que nos miran a través de esa forma severa y religiosa que aquí
toma el amor, cuando vienen a visitarnos, nuestras gentes y nuestros libros,
cuando vienen a visitarnos y a quedarse aquí en la cárcel con nosotros, todo lo
que nos ama y lo que amamos. Han venido desde los años y los sueños más
distantes y más próximos y aquí están en la celda que ocupamos Martín Dozal y
yo, su Baudelaire, su Proust, mi Baudelaire, mi Proust, nuestro Octavio Paz.
Martín Dozal lee a Octavio Paz;
tus poemas, Octavio, tus ensayos, los lee, los repasa y luego medita
largamente, te ama largamente, te reflexiona, aquí en la cárcel todos
reflexionamos a Octavio Paz, todos estos jóvenes de México te piensan, Octavio,
y repiten los mismos sueños de tu vigilia.
Pero puesto que estas palabras se
escriben para hablar de ti, Octavio, antes de hablar de estos jóvenes que en la
cárcel de Lecumberri leen tu obra, he de decirte quién es Martín Dozal, mi
compañero de celda, mi hermano, Octavio, nuestro hermano.
Un día cualquiera de este mes de
julio, Martín cumplió 24 años y realmente ésa es la cosa: está preso por tener
24 años, como los demás, todos los demás, ninguno de los cuales llega todavía a
los treinta y por ello están presos, por ser jóvenes, del mismo modo en que tú
y yo lo estamos también, con nuestros cincuenta y cinco años cada uno, también
por tener esa juventud del espíritu, tú, Octavio Paz, gran prisionero en
libertad, en libertad bajo poesía. Porque si leen a Octavio Paz es por algo. No
son los jóvenes ya obesos y solemnes de allá afuera, los secretarios particulares,
los campeones de oratoria, los ganadores de flores naturales, los futuros
caciques gordos de Cempoala, el sapo inmortal. Son el otro rostro de México,
del México verdadero, y ve tú, Octavio Paz, míralos prisioneros, mira a nuestro
país encarcelado con ellos. Martín Dozal lee a Octavio Paz en prisión. Hay que
darse cuenta de todo lo que esto significa, cuán grande cosa es, qué profunda
esperanza tiene este hecho sencillo. Hubo pues de venir este tiempo, estos
libros, esta enseñanza que nos despierta.
Martín Dozal tiene 24 años, es un
joven maestro inalcanzable y bello que trabajaba sus 24 años, sus 24 horas
diarias en las aulas, en las escuelas, en las asambleas, que enseñaba poesía o
matemáticas e iba de un lado para otro, con su iracunda melena, con sus brazos,
entre las piedras secas de este país, entre los desnudos huesos que machacan
otros huesos, entre los tambores de piel humana, en el país ocupado por el
siniestro cacique de Cempoala.
No, Octavio, el sapo no es
inmortal, a causa, tan sólo, del hecho vivo, viviente, mágico de que Martín
Dozal, este maestro, en cambio, sí lo lea, este muchacho preso, este enorme
muchacho libre y puro. Y así en otras celdas y otras crujías, Octavio Paz, en
otras calles, en otras aulas, en otros colegios, en otros millones de manos,
cuando ya creíamos perdido todo, cuando mirabas a tus pies con horror el
cántaro roto. Ay, la noche de México, la noche de Cempoala, la noche de
Tlatelolco, el esculpido rostro de sílex que aspira el humo de los fusilamientos.
Este grandioso poema tuyo, ese relámpago, Octavio, y el acatamiento hipócrita,
la falsa consternación y el arrepentimiento vil de los acusados, de los
periódicos, de los sacerdotes, de los editoriales, de los poetas-consejeros,
acomodados, sucios, tranquilos que gritaban al ladrón y escondían rápidamente
sus monedas, su excremento, para conjurar lo que se había dicho, para
olvidarlo, para desentenderse, mientras Martín Dozal —entonces de 15 años, de
18, no recuerdo— lo leía y lloraba de rabia y nos hacíamos todos las mismas
preguntas del poema: "¿Sólo el sapo es inmortal?"
Hemos aprendido desde entonces
que la única verdad, por encima y en contra de todas las miserables y pequeñas
verdades de partidos, de héroes, de banderas, de piedras, de dioses, que la única
verdad, la única libertad es la poesía, ese canto lóbrego, ese canto luminoso.
Vino la noche que tú anunciaste,
vinieron los perros, los cuchillos, "el cántaro roto caído en el
polvo", y ahora que la verdad te denuncia y te desnuda, ahora que compareces
en la plaza contigo y con nosotros, para el trémulo cacique de Cempoala has
dejado de ser poeta. Ahora, a mi lado, en la misma celda de Lecumberri, Martín
Dozal lee tu poesía.
Cárcel Preventiva, 19 de julio de 1969.
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