El Lugar donde habitamos
El lugar donde habitamos
Por Martín Licona
–Vivimos en un lugar donde
la tierra escupe cadáveres. Brotan cabezas como si fueran flores… como si los
parieran muertos. –dijo mi viejo, sentado en la silla agrietada de madera, con
los ojos fugados en la ventana. Llevaba días ahí, con nosotros, de vez en vez
la árida tierra se levantaba y como cubetada de agua se iba a estampar en la
cara de mi papá. Él respiraba hondo, inflaba el pecho y exhalaba satisfecho,
como si el polvo le contara lo que pasaba afuera.
Ya eran nueve meses y no
amanecía. Al principio se oían lamentos, después nada. A veces, cuando en medio
del silencio apuntábamos el oído, se podía escuchar un silbido, casi un
susurro. A mi María no le gustaba escucharlo, decía que el sonido la llamaba,
como un imán, y le daban ganas de salir corriendo a perseguirlo. Le provocaba
tal ansiedad que sus mejillas se humedecían y retorcía sus manos dentro de las
bolsas de su pantalón. Yo ya le había dicho que no podía salir, y menos en su
estado, ella lo sabía muy bien pero mi mujer siempre ha tenido ese mal
sentimiento de querer hacer lo que no debe. Desde chica se le encendían los
ojos cuando contemplaba lo prohibido, aun así siempre se detenía al borde del
barranco, nunca saltó.
Los primeros días fueron
los más difíciles, simplemente el sol ya no quiso salir. Se habrá cansado de
siempre ver lo mismo. Mi papá decía que María se lo había tragado, porque desde
ese día le empezó a crecer el estómago. Al principio salimos un par de veces,
pero cada vez la oscuridad allá afuera era más profunda y más pesada. Lo vivo
se empezó a morir y lo muerto se convirtió en la vida. A todo se va acostumbrando
uno, ya dejamos de ver el reloj, no tenía caso; las horas eran siempre las
mismas, lo mismo daba que fueran las tres de la tarde o las ocho de la noche.
Yo era el único atento al tiempo, mi calendario eran unas marcas sobre la cabecera
de la cama. Por eso es que puedo saber que habían pasado nueve meses cuando
llegó el día.
Llevábamos tiempo sin
salir del cuarto, ya no se podía, María estaba postrada en la cama, sin poder
moverse, le iba a reventar la panza. Mi viejo ya no se movía de la ventana, tenía
los ojos secos de tanto abrirlos, ya no decía nada. Yo daba vueltas y miraba
bajo la rendija de la puerta, no había nada, sólo el miedo. Él era el que nos
había encerrado, primero en la casa, luego en la habitación. En las sombras el
miedo toma muchas formas, puede ser cualquier cosa, puede ser cualquier ruido.
Nos encerramos aquí cuando estar en cualquier habitación de la casa era
insoportable, el viento arañaba la puerta de la entrada y nosotros, que estábamos
arrinconados, nos poníamos a temblar. La neblina se colaba por cualquier
orificio e invadía la casa con su olor a carne quemada. Mi María ya no aguantaba,
toda panzona corrió a la habitación y de ahí ya no salió.
Ese día ella estaba
sudando, exprimía las sabanas con las manos llenas de dolor. Yo pensé que se iba
a morir, se veía tan demacrada y tan triste, toda llena de sangre. Afuera estaba
el miedo y la neblina se empezaba a colar por debajo de la puerta, parecía que
estaban empujando la madera para abrir y el piso crujía como si lo quisieran
levantar. María en sangre quería escupir algo de su vientre, yo pensé que podría
ser el sol, ella me decía que era un hombrecito el que iba a salir. ¿Un
hombrecito? Ya habían tomado nuestras calles, nuestros días, nuestra casa y
estaban entrando a nuestra habitación, la vida nueva no tenía sentido en ese
lugar.
Mi papá no dejaba de ver
la ventana, quizá ya estaba sordo y ciego, no lo sé, pero no se preocupaba
cuando los gritos de María ya eran insoportables. La neblina llenó la habitación,
un olor a carne quemada, yo veía entre las piernas de ella cómo se partía por
la mitad, la brotaba un chorro rojo como fuente, algo iba a salir de su ojo
abierto, ella pujaba para sacarlo mientras el techo se desbarataba y hacía
llover polilla y aserrín. Se escuchaban lamentos que replicaban a los de mi
María, algo arañaba las paredes, las puertas, como si nos persiguiera una
bestia que no tiene cara pero a la vez tiene todas las caras. Afuera flotaban cabezas
en un río de olvido interminable, miles de rostros sin ojos, labios cosidos,
estrellas y cuerpos diluyéndose como cenizas. El polvo que respirábamos era la
vida reducida a la nada. Fue entonces cuando María dio un grito definitivo y
algo salió de entre sus piernas: un clavel blanco que al contacto con la sangre
de su vientre se tiñó de rojo. Acompañando el grito sonó la ventana que mi
padre cerró con enojo –Ya amaneció. – nos dijo.
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