Observaciones citadinas II "El tren"
El tren
Por Martín Licona
Por Martín Licona
Tres de la tarde en la ciudad. El sol cae quemante y
mi frente gotea. La cúpula del cielo corre lisa, limpia y desnuda, abajo está
la nata gris de nuestros gases. Todos corren y yo no sé a dónde van. Somos
tantos que nos empujamos para reclamar algo de espacio. Ya no cabemos. No
cabemos en el mundo. Gotea mi frente, en el alboroto y la histeria ya no se
distinguen los días para el descanso y los días para el trabajo. Todos son
iguales, todos son pisados por presurosos zapatos.
Aquí
nadie se mira. Están y no están. Se transportan a una nube donde emiten
mensajes que llegan a otra nube donde alguien, en cualquier lugar del mundo,
puede leer el mensaje. Su paisaje es una pantalla. Se conectan cables a los oídos
para no escuchar al mundo latir bajo sus pies, se aíslan. Están y no están.
Una mujer
de cabellos rizados está frente a mí. Lleva unos lentes gruesos y unos labios
delgados. La miro tan distante, tan presa. Repasa una y otra vez las paredes de
su celda; lee conversaciones antiguas, ve fotografías que son recuerdos
congelados. Ella no se atreve a construir nuevos momentos. No mira al mundo ni me
mira a mí que estoy ansioso por contarle que ayer vi a un pajarito trinar.
Vamos
en el último vagón del tren que lleva a Cuautitlán. Vamos pegados cuerpo a
cuerpo; sudándonos y respirándonos. Todos tienen prisa por llegar. Me parecen
tan distantes, tan solos.
Un
niño sonríe. Me ha visto sacar mi cuaderno y escribir. –¿Qué haces? –me pregunta mientras yo lo miro extrañado. –Soñando. –le respondo. Charlamos todo el camino sobre nubes y dinosaurios.
Era un niño sin cables, un humano entre tanto robot.
Comentarios
Publicar un comentario